de Saladeprensa.org, el Sábado, 2 de junio de 2012 a la(s) 8:58 ·
Primero
que todo, perdóneme que hable sentado, pero la verdad es que si me
levanto corro el riesgo de caerme de miedo. De veras. Yo siempre creí
que los cinco minutos más terribles de mi vida me tocaría pasarlos en un
avión y delante de 20 a 30 personas, no delante de 200 amigos como
ahora. Afortunadamente, lo que me sucede en este momento me permite
empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo comencé
a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la
fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta
asamblea: traté de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a
donde el peluquero con la esperanza de que me degollara y, por último,
se me ocurrió la idea de venir sin saco y sin corbata para que no me
permitieran entrar en una reunión tan formal como esta, pero olvidaba
que estaba en Venezuela, en donde a todas partes se puede ir en camisa.
Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo
contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir.
A mí nunca
se me había ocurrido que pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de
estudiante, Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador de
Bogotá, publicó una nota donde decía que las nuevas generaciones de
escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo
cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le
reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas
de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad
—dijo— es que no hay jóvenes que escriban.
A mí me salió
entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de
generación y resolví escribir un cuento, no más por taparle la boca a
Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al menos que después
llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador.
El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el
periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo
Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente
con “ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana” o algo
parecido.
Esta vez sí que me enfermé y me dije: ¡En qué
lío me he metido!” ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo
Zalamea Borda?” Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía
frente a mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el
cuento para poderlo escribir.
Y esto me permite decirles
una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros:
el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a
medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir
aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta
ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante
coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder
escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando
se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle
vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tenga
terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien años de
soledad que pasé diez y nueve años pensándola), cuando la tengo
terminada repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte
más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la
historia es concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas,
de manera que a la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno
mucho, o al menos a mí no me interesa mucho.
La idea que le da vueltas
Les
voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la
cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante redonda.
Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba, no sé cuando,
ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán observar en
qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una
señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija menor de 14. Está
sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy
preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: No sé,
pero he amanecido con el pensamiento de que algo muy grave va a suceder
en este pueblo”.
Ellos se ríen de ella, dicen que esos son
presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar
billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el
adversario le dice: “Te apuesto un peso a que no la haces”. Todos se
ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Pago un peso y le
pregunta: ¿Pero qué pasó, si era una carambola tan sencilla? Dice: “Es
cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi
mamá esta mañana sobre algo grave que va a suceder en este pueblo”.
Todos se ríen de él y el que se ha ganado el peso regresa a su casa,
donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin, cualquier parienta.
Feliz con su peso dice: “Le gané este peso a Dámaso en la forma más
sencilla, porque es un tonto”. “¿Y por qué es un tonto?”. Dice: “Hombre,
porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la
preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy
grave va a suceder en este pueblo”.
Entonces le dice la
mamá: “No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces
salen”. La parienta lo oye y va a comprar carne. Ella dice al
carnicero: “véndame una libra de carne” y, en el momento en que está
cortando, agrega: “Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo
grave va a pasar y lo mejor es estar preparado”. El carnicero despacha
su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le
dice: “Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy
grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas”.
Entonces
la vieja responde: “Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro
libras”. Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré
que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende
toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo
en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades
y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien
dice: “Se han dado cuenta del calor que está haciendo?”. “Pero si en
este pueblo siempre ha hecho calor”. Tanto calor que es un pueblo donde
todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban
siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.
“Sin embargo —dice uno— nunca a esta hora ha hecho tanto calor”, “sí,
pero no tanto calor como ahora”. Al pueblo desierto, a la plaza
desierta, baja de pronto un parajito y se corre la voz: “hay un pajarito
en la plaza”. Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.
“Pero,
señores, siempre ha habido pajaritos que bajan”. “Sí, pero nunca a esta
hora”. Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo
que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
“Yo sí soy muy macho —grita uno— yo me voy”. Agarra sus muebles, sus
hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle
central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que
dicen: “Si este se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos”, y
empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los
animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: “Que
no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa” y
entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un
tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de
ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: “Yo lo dije, que algo
muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca”.
Gabriel García Márquez
(Discurso pronunciado el 3 de mayo de 1970 en Caracas, Venezuela)
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